Aguas

Claudia Paredes Guinand

Hoy es martes y el jueves es Thanksgiving. Voy a hacer pavo, aunque Eduardo sea vegano otra vez. Será el primer pavo que cocino, invité a unas amigas y a la prima de Eduardo con su esposo e hijas. Todos comen animal menos él. Le haré una hamburguesa vegana o algo así, salen más caras que el pavo, pero fiesta es fiesta y no es momento para exagerar en el ahorro, me digo.

Haré la receta de cebollitas dulces que siempre hacía mi mamá con el pavo navideño, ya se la pedí, y voy desde el viernes pasado comprando una cosa aquí, otra allá y otra en la tienda tal, como una doña feliz. Que si las manzanas para el puré en la frutería buena del Mercado de Sants, o el arroz salvaje que solo hay en Les Corts, o el pisco del chiringuito peruano a cuatro cuadras para inyectar el pavo. Todo esto bajo una lluvia inesperada de noviembre que lleva como cuatro días reapareciendo, chaparrones repentinos que ya un par de veces me han hecho subir hasta nuestro apartamento dejando atrás un descuidado caminito de gotas por los muchos escalones que llevan hasta el ático.

La verdad es que hay altas probabilidades de que será un Thanksgiving sin gracias, más bien con guerra hacia el capitalismo. Edu no puede creer que se me haya ocurrido celebrar tremenda gringada. Está indignado, empezando por el tema de la historia del Día de Acción de Gracias, que me lee detalladamente de Wikipedia mientras abro la botella de vino tinto para cocinar las cebollitas. Compré un vino regular, no de cocina, porque hay que hervirlo antes con azúcar y pensé que podríamos tomar un poco de vino dulce, eso no cuenta del todo como trago, le digo, mientras voy revolviendo el vino y el azúcar en la olla. Nos sirvo un vaso a cada uno, a pesar de la regla de no tomar alcohol los días de semana, y me lo acepta con una mano, mientras sigue leyendo la historia desde su celular con la otra.

Cuando pasa la ola de Wikipedia y los puritanos, saco las cebollitas del frasco y las meto al vino dulce, tienen que hervir un rato, así que le digo por qué no aprovechamos para planear las vacaciones del puente de diciembre. Me sirvo un poco más de vino directamente de la botella cuando él se va a la sala, y lo sigo. Vacaciones de invierno. Baratas, eso sí. Buscamos Airbnbs, todos carísimos. Refugios, la mayoría cerrados por covid o postcovid o como sea que pueda denominarse la situación actual. Así, en solo veinte minutos, va disminuyendo en picada la posibilidad de una vacación que se ajuste al presupuesto. Las cebollitas están listas en el minuto dieciocho, las dejo enfriando en la olla. Y aproximadamente en el minuto veintitrés, él empieza.

Que todo esto es porque yo aún no he aprendido a pasar frío. Aguas, pienso. Utilizo el término aprendido en una conversación de ayer con la mesera del restaurante mexicano de la esquina mientras me tomaba una michelada, sola.

Aguas.

Pero ya es muy tarde.

La idea de una buena vacación es poder sufrir, dice, no demasiado, pero aunque sea un poco. Está claro, dice, está cada vez más claro, solo que no lo quieres ver. Tenemos distintos estilos de vida, distintas maneras de ver la vida. Exhala, se arrima un poco hacia la derecha (yo estoy a su izquierda), niega con la cabeza. Habla de mí. Mis ganas de siempre querer ir con la corriente, de no aventurarme a la incomodidad, de siempre querer mirarme al espejo para asegurarme que sigo siendo como los otros y no solo eso, no solo eso sino también mi incapacidad de cuestionarme las cosas y dejarme llevar, completamente, un pescadito inerte, una pescadita que no nada sola y que busca ser igual, aprobada por los demás, que ni siquiera siente las caricias del río que habita porque solo se enfoca en las colitas de los pescados frente a ella. Se ha dado cuenta de lo que busco, y no buscamos lo mismo. Yo busco la fama. Distinguirme entre el rebaño, pero seguir siendo parte del rebaño. La oveja más blanca, no la oveja negra. Ni siquiera la oveja gris.

Pregunto qué está diciendo mientras me paro para ir a la cocina. Me sirvo en una taza el cacho de vino que queda, le pregunto si quiere té.

Me dice con la escritura, por ejemplo. Te pongo un ejemplo: la escritura. Se supone que si escribes, estás escribiendo para ti, no para otros. No para publicar. No para que te reconozcan. La envidia, me dice, lo que tanto te tortura es tu envidia de no ser como la mayoría de gente que admiras, pero de querer ser como tal o como cual y no te das cuenta que todos tienen o inventan sus propios dramas, todos con sus redes sociales y sus instagrá y su feijbu y toda esa vaina pero la verdad es que están pudriéndose por dentro, tú qué sabes cómo es la vida de esa autora de la que siempre hablas, esa irlandesa que… (Hace una pausa, no recuerda a la autora. Yo ahora estoy sentada sobre la mesa del comedor, es más cómoda que el sofá y además así no ve el contenido de mi taza. Su vino caliente, ahora frío, aún está a medio tomar. Continúa.) Tú qué sabes si su papá le pegaba de chiquita (“cringe” de mi parte, cosa que él criticaría, porque no me sé la traducción exacta de “cringe” y cómo puedo ser escritora si ni siquiera sé hablar bien castellano) o si no es feliz con su pareja aunque pongan foticos en Praga o Singapur. Todo es lo mismo en ti, queriendo ser parte de ese mundo que es tan distinto al mío, ¡tan distinto! Igual cuando me dices que quieres tener hijos, ¡ja! los benditos hijos, solo porque tus primas los tienen o porque la sociedad los tiene, o que algún día te gustaría casarte, yo me hago el loco pero no creas que no te escucho, que no me lo pregunto, ¿por qué todo esto? ¿Para qué? ¿Por qué estoy con esta persona? Y a veces pienso que puedo ayudarte, pero otras pienso que no, que no estás abierta. Años juntos y aún no estás abierta a escuchar lo que en verdad importa. No estás lista para escuchar la verdad.

Punto y aparte hacia su bibliografía mal entendida. Deberías leer a Freud, dice. (Lo dice porque hace poco empezó a ver una serie que se llama Freud en el Netflix de su prima, que usamos nosotros también, él para series documentales sobre la naturaleza o esta última sobre psicología, si así puede llamarse.) Deberías por lo menos darle un chance a lo que yo veo y no a tus huevonadas esas de Hollywood para que entiendas lo que te quiero decir. ¿Por qué no me respondes? ¿Ah?

Le digo que no me gusta responder cuando me habla con ese tono. Vuelvo a la cocina. Ojalá quedase más vino. Debí haber comprado dos botellas. Pruebo una cebollita. Quizás hago más mañana. Me sirvo agua en la misma taza, regreso al sofá mientras él sigue con:

¡Este es mi tono! Sube el tono. ¡Y si te jode, entonces es porque no me aceptas! ¡Qué ladilla, tú siempre con lo mismo, fijándote en la forma y no en el fondo! ¿No entiendes que los venezolanos hablamos así? ¡Así hablo yo! ¡No me cambies el tema! Lo importante es lo que te estoy diciendo. Deberías leer más a Camus, ese sí que entendía al ser humano a fondo, o a Sartre. O a Humboldt. O a Thoreau. Henry David, mi hermano. Ese sí que entendía lo que es observar a una comunidad de hormigas, o estar en silencio, ¡o pasar frío! ¡Ja! Ese sí que entendió la vida, coño.

Se me sale una lágrima. No sé si es por cansancio, o por haber mantenido los ojos tan abiertos por tanto tiempo al jugar conmigo misma el juego de no parpadear, desde que lanzó a Freud. Siempre hago algo así cuando ingresa a la cueva de sus monólogos.

Me sorprende: identifica mi lágrima. Me sorprende más: se calla. Toma un poco de lo que le queda en el vaso. Se mira las manos. Tose.

Perdón.

Se acerca, encojo los hombros. Me seca la lágrima.

Perdón, repite, yo sé que me paso. Ya sabes que estoy trabajando en esto, bella. Perdón.

Sonrío un poco, pero no le respondo. Lo miro con ternura, o algo así. ¿Amor? ¿Flojera? ¿Miedo? Regreso la taza y el vaso a la cocina, guardo las cebollitas en la nevera. Me voy a mi cuarto, comienzo a ponerme la piyama. Me duele la espalda. Lo escucho moverse en la sala, luego entra a su cuarto, probablemente alista las velas para la meditación de la noche. Y aunque en la mañana me dijo que claro que vendrá a la cena del jueves, que es su casa y que no es un asocial, que no se me ocurra abortar la misión porque ya le prometió un buen pavo a su prima y al esposo, que me tiene que salir jugoso, que no me exceda de sal como siempre, y que hará el esfuerzo de pasarla bien, me da la sensación de que Eduardo no va a asistir a mi primer Thanksgiving dinner in Barcelona.

Claudia Paredes Guinand was born in Arlington, Virginia. She lived in Venezuela and Perú until she settled in Barcelona to study Socio-Cultural Anthropology. She is currently a PhD student in la Universidad Pompeu Fabra. She still isn’t fond of cats, hasn’t gone to the jungle for a while, loves Frida Kahlo (the myth), Raymond Carver’s “Intimacy,” “Tonada de luna llena” (the song) and squirrels. Currently, she is writing a collection of short stories about failure.